Capítulo 1. Poesía completa, Marcel Proust. Cátedra letras universales.

Me flipa todo lo francés: el vino blanco, la Pleiade, la plaza de la villa de Paris aquí en Madrid, las novelas de Duras, Gary y Genet, los cafés, las mamadas, el surrealismo y la revolución; estoy convencido de que somos un país de zotes y descerebrados por culpa de seres como Curro Jimenez y El Algarrobo que echaron al francés y a sus ideas, su pensamiento, su futuro, su educación y sus grandes avenidas en las ciudades y en la cabezas.
Lógicamente, mi primer capítulo tenía que criticar al más grande entre los grandes: don Marcel Proust, un tipo que no escribía con los dedos sino con la piel, que a partir de la memoria, de las sensaciones, del tacto y del gusto, del sonido de los árboles realizó una maravillosa y profunda, bella y dolorosa, autopsia al Ser humano. Nunca ganó el premio Nobel. No voy a pontificar sobre En busca del tiempo perdido, es como si fuera a descubrirte ahora un continente llamado América, no te jode.
Un tío capaz de escribir y diseccionar como lo hizo él con nosotros, el amor, la sociedad, el paisaje, la soledad, tenía que escribir grandes poemas: bueno, yo creo, que desde la primera a la última página de este libro tienes en la mano y por cuatro duros algo maravilloso, precioso, pequeño y encima, lo puedes dejar en la mesa e ir y volver, como en el metro, y releerlo y descubrirlo y sentirte como un arqueólogo que descubre sobre la palabra, la luz, el dolor y el amor, el paso del tiempo. Estos poemas, son diminutos, profundos, breves; si Proust escribió con En busca del tiempo perdido una de las grandes catedrales de la literatura de acá y de allá, con estos poemas se hizo su casita de campo, preciosa, chulísima y envidiable. La puerta esta abierta, por fin, puedes entrar y leer: abres este libro y es la máquina del tiempo y viajas a un tiempo que casi tiene cien años, un tiempo de monóculos, bigotes encerados, olor a violeta, silencios, copas de vidrio que se rompen y un siglo que aun era adolescente.